Coreto

Dos grandes frescos suponen la huella de D. Francisco de Goya y Lucientes en el Santo Templo del Pilar. Uno de ellos es el titulado “La adoración del Nombre de Dios“, con un estilo clasicista, una composición muy cuidada y unos tonos muy suaves que encajan, visualmente, a la perfección con el entorno. El lugar es la bóveda del coreto que hay enfrente de la Capilla de la Virgen del Pilar (extremo Oeste de la Basílica) y que, algo arqueada, simula ser casi un plano. El año de su finalización es 1772 y en ella plasma la influencia que dejó en él el conocimiento de la pintura italiana, sobre todo en sus formas y tonalidades.

La adoracion del nombre de Dios
La Adoración del Nombre de Dios

El fresco que contemplamos arriba es “La adoración del Nombre de Dios”. Es una pintura clasicista, bien dibujada, en la que abundan los tonos en ocre y marrón y que “narra” una escena en varios planos. Para eso juega de manera magistral con las perspectivas. Un triángulo en el tercio superior, que contiene el tetragrama divino con el nombre de Dios, ocupa el centro de la escena.

Alrededor de él la escena refleja grupos y más grupos de ángeles. Notamos a nuestra izquierda que, desde el tercio superior hasta el tercio central desciende, en diagonal, un largo grupo que ángeles músicos; los primeros, casi desdibujados, que se van detallando más conforme más se acercan al plano horizontal central, cuando ya las figuras aparecen completadas e introduce ciertas tonalidades que rompen la unidad de color de toda la obra (azul, rosa y rojo). Mientras, a nuestra derecha del triángulo, vemos algo que no son más que unos bosquejos pero que, gracias al zoom fotográfico, podemos ver que se trata de un nuevo grupo de ángeles, que aparecerían en alto, detrás del triángulo, al tiempo que, debajo del triángulo, otro grupo de ángeles esbozados conseguirían acercarnos el plano del triángulo porque se ven más abajo y por detrás de él.

El triángulo es en sí un elemento misterioso. Tradicionalmente, ha representado a la Santísima Trinidad por aquello de ser una sola unidad en tres personas. Pero, a pesar de su manifestación a los hombres, Dios sigue siendo un misterio y Goya logra ese efecto con las nubes que ascienden por el cuadro, pero sobre todo, porque el triángulo parece descender por una especie de cilindro transparente que comunicara, tan solo en ese punto, el espacio de Dios con el espacio de los ángeles; espacios diferenciados, como si Dios estuviera bajando entonces para ser adorado por sus ángeles desde un plano más alto que la pintura ya no refleja. El color del oro, lo más preciado en la tierra, envuelve a Dios.

En el tercio central de la obra, que es también el primer plano en la perspectiva de su composición, es donde Goya realiza un mayor alarde de realismo. Las figuras aparecen perfectamente dibujadas, los colores fuertes dominan sin ningún rubor sobresaliendo sobre el conjunto armónico de la tonalidad de toda la escena, e, incluso, podemos apreciar detalles muy precisos en las vestiduras de algunos personajes, las manos, los dedos, el pergamino que sostienen los dos ángeles. Otro dato que llama la atención en este plano central son las posiciones de las figuras. Las hay que están en pie, otras aparecen sentadas, mientras que algunas están casi totalmente reclinadas, dando la impresión de que aparecen casi en posición yacente.

Pero la figura del plano central por excelencia y que ocupa, además, el primer plano de toda la composición, es el gran ángel del incienso que podemos ver a la derecha de la obra de Goya. Así, Dios recibe el homenaje de sus ángeles mediante la música, mediante la recitación, mediante la oración, y sobre todo, por medio del incienso. Según la tradición bíblica el incienso es la ofrenda que el hombre hace a Dios para que suba a su presencia; une, podríamos decir, lo humano y lo divino, lo llena de su aroma al tiempo que es ofrenda preciosa y agradable al Señor. En este sentido, Goya atribuye a los ángeles las funciones de los hombres para alabar el nombre de Dios. Es la única figura que aparece postrada de rodillas de entre la gran cantidad de personajes que el pintor aragonés ha incluido en la escena. Hay otros dos elementos en este personaje que son destacables y que lo convierten en un personaje único dentro de la obra. Uno de ellos son sus grandes alas negras que, arrancando de su espalda, le dan una perspectiva ascendente. El otro elemento a destacar es el logro de las cadenas del incensario. Apenas unos pequeños trazos y, como por magia, se ven unas cadenas transparentes. Este detalle apunta ya hacia la técnica usada en la “Regina Martirum”.

Ya en el plano inferior notamos un oscurecimiento progresivo de la tonalidad, que se hace más manifiesto si nuestra mirada se va desplazando de izquierda a derecha. En estos angelotes que traemos a este recuadro podremos reconocer el inequívoco estilo goyesco en las facciones de la piel de los niños, en la gordura de los personajes, en los colores, en la composición de las posturas. Cómo no evocar al mirarlos la escena de “su” Vendimia, del juego de la Gallinita Ciega, incluso algunos de sus retratos de la corte. Tuvo Goya sus etapas, sus fases, sus evoluciones y -cómo no- su propio progreso como genial pintor innovador. Pero, pese a todo ello, Goya fue Goya, un mismo Goya, desde el principio hasta el final.

Este fragmento horizontal pertenece al tercio inferior del cuadro. Se supone que la escena es también celeste, pues sus personajes siguen siendo ángeles, pero… esas tonalidades, esos rostros… ¿no evocan las pinturas tenebristas del autor que pintaría tiempos más tarde y bien entrado el siglo XIX? Dentro de la obra, es el plano que permanece más lejos de Dios, por eso le llega menos de su luz y aparece más oscurecido todo.

Como final a este comentario, hacemos notar que hay un destrozo que afecta a la orla del cuadro y a parte de la pintura casi en la esquina inferior derecha. Justo por ahí, entró en la Basílica del Pilar una de las cuatro bombas de espoleta que lanzó la aviación republicana sobre el Templo durante la madrugada del día 3 de agosto de 1936. Otra cayó a pocos metros de ésta, justo delante de la Santa Capilla; una tercera quedó clavada en el pavimento de la Plaza del Pilar, ante su fachada principal (hoy ese punto aparece marcado con una cruz de mármol y una inscripción en el suelo). La cuarta bomba se perdió entre las aguas del Ebro. Ah, por cierto, ninguna de ellas explosionó; dos pueden contemplarse expuestas en una de las columnas de la Basílica. No sabía Goya cuando deslizó sus pinceles sobre esta bóveda que también le tocaría “sufrir” nuestra Guerra Civil del siglo XX.