Retablo mayor

El retablo del altar mayor de la basílica del Pilar de Zaragoza es una obra escultórica realizada por Damián Forment entre 1509 y 1518. ¿Cómo lo hizo? Está dedicado a la Asunción de la Virgen. El estilo de la arquitectura del retablo es gótico final, si bien las escenas figurativas muestran características plenamente renacentistas.

Historia

La construcción del retablo fue una de las últimas actuaciones que se llevaron a cabo en la antigua iglesia del Pilar, llamada de Santa María, tras sufrir graves daños en un incendio el año 1434 o 1435 que destruyó la primitiva Capilla de la Virgen. Durante todo el siglo XV, se emprendió una completa reconstrucción del templo gótico-mudéjar que se extendió hasta 1515, año en que se dan por concluidas las obras una vez que el retablo del altar mayor estaba prácticamente terminado.

El cabildo metropolitano de Zaragoza contrató a Damián Forment el banco o predela del retablo del altar mayor que ocuparía la cabecera de la colegiata de Santa María el primero de mayo de 1509, con la exigencia de que fuera «tan bueno y mejor que el Asseu» (que el de La Seo). En 1511, casi acabado el banco, contrataría también el resto del retablo, con tres escenas monumentales en sus calles: la Asunción en el centro, el Natalicio de la Virgen a su derecha y la Presentación de Jesús en el Templo a su izquierda. Finalmente, en 1515, Forment delega los trabajos del resto de la decoración arquitectónica en los maestros Francisco de Troya, Martín Jordán, Juan de Cullurúa, Juan de Lizalde, Juan de Salas y Miguel de Arabe entre otros. Acabó de asentarse el retablo en 1518.

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Predela del retablo mayor del Pilar de Zaragoza. Se pueden apreciar claramente las dos primeras escenas: el encuentro entre San Joaquín y Santa Ana y la Anunciación.

La riqueza de sus imágenes y mazonería

La contemplación del retablo mayor del Pilar abruma por su riqueza de imágenes y de mazonería. El conjunto, cuya iconografía profana marginal iguala la excelencia de las figuras religiosas, es una muestra del extraordinario artista que fue el escultor y esta obra maestra corresponde a su primer gran proyecto, que le dio fama, al haber conseguido uno de los retablos más importantes del siglo XVI de la plástica renacentista española.

El retablo del Pilar se terminó de montar en los últimos días del mes de abril de 1518, excepto los guardapolvos.

Damián Forment no sólo se ciñó a lo previsto en el contrato, sino que adelantó casi un año el plazo de terminación. Este ritmo acelerado en el trabajo lo causó la llegada a Zaragoza del joven monarca Carlos I, el 5 de mayo de ese año, el cual visitó el Pilar, ocasión aprovechada por el cabildo para aderezar el retablo recién colocado y celebrar una fiesta por todo lo alto con trompetas, pólvora y fuegos artificiales.

A partir de entonces el escultor debió de pensar en fijar su residencia en Zaragoza, comprando una casa en la calle de San Blas en enero de 1519.

El recorrido por algunas de las imágenes menos visibles del retablo es preciso iniciarlo por la de Forment y la de su esposa, Jerónima Alboreda, colocadas en sendos medallones flanqueando el panel principal del sotabanco. Si con esto hubo una intención de religiosidad y piedad, también es cierto que el escultor quiso trasmitir un mensaje más sutil.

En el retrato de su esposa, representada con la cabeza cubierta por una toca, se destacan los valores de la perfecta casada y las virtudes que la adornan se significan con ramas y hojas de rosal, que explican los rosarios de cuentas colgados.

En cambio, su autorretrato es un exponente del culto a la fama y a la personalidad del artista. Se representa de una edad de poco más de treinta años, con tocado a la moda de la época, compuesto por gorra y cofia de red que envuelve el cabello.

Por otra parte, plantea recursos eruditos en relación a su apellido Forment que en valenciano es trigo. También es patente la demostración de su conciencia profesional como escultor por medio de las herramientas del oficio: mazo y cincel, anudadas a unas cuerdas que cuelgan de dos argollas.

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Retrato de Damián Forment
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Retrato de Jerónima Alboreda, esposa de Damián Forment

Forment tampoco olvida esculpir las herramientas para trabajar la madera, según se pueden ver en el fondo de la escena del Nacimiento de Jesús, con la sierra de dos brazos enganchada a un clavo junto al arco y el resto de los útiles dentro de un capazo de esparto colgado de la pared.

La descripción tan minuciosa y naturalista del tema remite a obras de pintura, por ejemplo, a una tabla del Nacimiento de Marzal de Sax (Museo de Zaragoza). Si bien no se aparta de la iconografía cristiana, hay otros elementos esculpidos a partir de la observación de la realidad que merecen atención. En el tejado de paja colocó un nido con huevos vigilado por un pájaro y en el tronco a otros dos pájaros posados.

Por el gran arco se ve una golondrina anidando en un hueco del muro de piedra cubierto de hiedra, en clara alusión a la Encarnación de Cristo.

La representación de lo cotidiano se extiende a la lagartija posada en la tierra y a los instrumentos musicales populares que lleva un pastor: el rabelico con el clavijero mutilado en la mano derecha, las flautas de caña y el cuerno a la cintura.

Son instrumentos muy diferentes a los que tañen los dos ángeles de las repisas de abajo y la pareja del óculo expositor: laúd, viola de gamba, mandora y vihuela de mano, símbolos de la música culta.

Esta manifestación de objetos de la época se puede contemplar en otras partes del retablo. En la Anunciación, la sensibilidad naturalista de Forment se muestra en muchos detalles, tanto en el enrejado del fondo como en el paño dorado del trono colgado de unas anillas, de igual modo que adornaban las mansiones españolas de entonces.

Más sorprendente es el cestillo para la costura, porque en su interior, esculpidos con todo primor, están las tijeras y el dedal, inapreciables para la vista frontal del espectador. La tela alude al velo que María hacía para el templo del Señor de acuerdo con los textos de los Apócrifos.

Otra sorpresa de relieve está en la mazonería gótica esculpida en las enjutas y rosca de la arcada, en cuya decoración vegetal en el lado correspondiente a la Virgen se talló zarzamora, fruto que simboliza la pureza de María. En la Visitación se recrean una ciudad medieval sobre un montículo y el vuelo de los pájaros.

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La Visitación del retablo Mayor del Pilar

Esta observación del mundo que rodeaba a Forment la plasma de manera muy apreciable en el dormitorio del Nacimiento de la Virgen, la gran escena del lado derecho del cuerpo del retablo, donde situó las piezas cotidianas en lugar visible y a una escala suficiente para apreciarlas.

Según la tradición popular, los ángeles descendieron del cielo para celebrar el nacimiento de la futura Reina entonando cánticos en su honor, lo que explica la ronda de gloria alrededor del lecho.

El resto de la composición se convierte en una escena de género, en la que el carácter realista de la Niña envuelta en pañales, nos hace pensar en la representación de una de las hijas del escultor nacidas en Aragón, Isabel o la menor, Esperanza. Los objetos de vida cotidiana se identifican con facilidad: la escudilla colocada sobre un taburete, el almirez encima del cojín o la olla al fuego en un anafe o brasero con ruedas de formas góticas.

La misma precisión se advierte en la bolsa y recipiente para guardar las tijeras, colgando de la cintura de la muchacha que calienta los pañales, quien luce un collar con la imagen de Jesús grabada.

Forment recrea detalles anecdóticos como el gato quitando la tapadera de la olla. Un perrillo contempla la escena alejado del gato.

Una sirvienta lleva comida para Santa Ana: un huevo pasado por agua que, por referencias documentales y su presencia en otras obras, debía de ser alimento habitual de las parturientas; y una rosquilla grande acaso para mojarla en el huevo. Forment lo repite en la mesa de la Santa Cena del retablo mayor de la catedral de Huesca.

El virtuosismo en los detalles realistas queda también patente en el dosel de la cama y en el cortinaje recogido.

Temas y elementos profanos

Junto a estas escenas de la vida cotidiana, hay otra iconografía profana en el retablo, más oculta, que sigue en la línea de Forment hacia el naturalismo. Estos temas de flora y fauna se encuentran en el guardapolvo de alabastro que culmina el banco.

Algunas de estas imágenes se repiten en la mazonería del cuerpo en el mismo material y en las polseras, en madera, que envuelven esta segunda estructura. Se representan animales reales y fantásticos enmarañados en el repertorio vegetal. Las formas pertenecen al lenguaje del gótico y de acuerdo con la estética de esta corriente está la exuberancia decorativa y la iconografía. Las representaciones botánicas más reiteradas son la vid con grandes racimos de uva, el roble y su fruto la bellota, el cardo salvaje acompañado de la flor y la escarola o col rizada.

Las cuatro representaron un papel importante en el gótico del siglo XV, si bien la vid, al ser el símbolo privilegiado del sacrificio de Cristo por la asimilación de los elementos vino-sangre, había aparecido en las primeras obras del arte cristiano, y unida al roble con las bellotas está asociada al culto de la Virgen desde el siglo XIII.

También se repiten otros emblemas marianos como el rosal y la zarzamora, aunque no todos los vegetales tallados tienen necesariamente un contenido simbólico específico.

El repertorio vegetal se enriquece con acanto, granada, frambuesa, muérdago, endrinos, peras, hojas de alcachofa, enredadera de correhuela…

En cuanto a la fauna, son frecuentes las aves, caracoles y liebres, animales muy repetidos a finales del gótico.

Se completa esta selección con una lechuza, lagartijas, palomas, raposa o zorra, león, lobo, asnos, oso, jabalís y serpientes. En este conjunto tampoco faltan la sirena y los fantásticos dragones procedentes del bestiario románico, que la Iglesia situó en un plano alegórico como representantes del diablo y de los vicios.

La bestia fue adoptando diversos tipos morfológicos durante la Edad Media, variedad tenida en cuenta por Forment en este retablo.

Toda esta riqueza ornamental o simbólica fue de uso común en orlas e impostas de portadas, sillerías de coro, márgenes de libros miniados, sepulcros y de manera muy especial en la mazonería de los retablos góticos, un soporte generalmente no utilizado para los temas religiosos.

Gran parte de esta iconografía se ubica en el friso del guardapolvo colocado sobre los relieves del banco. El conjunto se organiza a partir de distintas tupidas composiciones vegetales, de abultado relieve, que van marcando las diversas representaciones, de acuerdo con un ritmo visual entrelazado y armonioso.

Quizás en origen estas representaciones pudieron obedecer a una simbología de la virtud opuesta al vicio.

En la actualidad no es posible dar una explicación para todos los elementos esculpidos, porque en el traslado de 1717 se pudieron alterar algunos y perderse otros. Como testimonio de la nueva ubicación del retablo, se grabaron los dígitos de ese año en la parte posterior de la tiara de Simeón, en la escena de la Presentación.

De izquierda a derecha del espectador, hallamos en primer lugar una composición apretada de escarola, formada por grandes hojas rizadas y gruesos tallos que sirve de alimento a dos caracoles, interpretados en un contexto cristiano como símbolo de la pereza, porque no hacían esfuerzo para procurar su alimento, sino que comían lo que encontraban al paso.

Una composición de zarzamora sirve para ilustrar la glotonería de un jabalí o cerdo salvaje, colocado detrás de hojas de alcachofa. Se trata del animal más desprestigiado desde la cultura medieval, símbolo de varios pecados capitales, esencialmente de la gula y de la lujuria.

La representación de una raposa o zorra entre vides con sus rizados pámpanos puede aludir al texto del Cantar de los Cantares (II,15) donde se relata la astucia y el engaño del animal al destrozar las viñas, que significaban la Iglesia de Dios. Ahora bien, en el significado polivalente que tenían las imágenes entonces, acaso tenga relación con la fábula moralizante de Esopo sobre «la raposa y las uvas».

Entre las hojas de alcachofa hay figuras relacionadas entre sí por su simbolismo del pecado. En primer lugar aparece un oso y quizás sea una representación de la ira porque lleva un collar al cuello y está encadenado. Después, un murciélago a quien se asociaba al pecado de la lujuria.

El significado maléfico de esta parte culmina con la imagen de una sirena, en forma de mujer-pez, peinándose y con un espejo (hoy mutilado) en la mano, atrapando con su cola a un niño desnudo, claro ejemplo de la seducción femenina, basado en el canto XII de la Odisea.

En un contexto medieval era ejemplo de la tentación y personificaba diferentes pecados. Una gran flor de cardo inicia una composición donde un realista asno come la hojas del cardo silvestre o «borriquero».

Sobre el relieve de la Resurrección de Cristo se colocó una estructura de racimos de uva con tres animales, iconografía que podía completar el mensaje de esa escena religiosa. Primero se ve a un pájaro picoteando los granos que puede recordar la frase bíblica de Proverbios (IX, 5): «Venid y bebed el vino que os he preparado», empleado como símbolo del Señor y de la regeneración de la humanidad.

Entre los racimos repta una serpiente y en la última cepa se posa una lechuza, mientras más abajo y semioculto por las hojas hay un nido con huevos.

La lechuza, ave nocturna, que se solía representar en los entierros de Cristo, en un contexto cristiano podía ser distintivo de la vigilia, que debe guardar el alma para evitar las tentaciones.

Una nueva cultura estética

Si lo anterior era propio de las obras góticas y serán imágenes que irán desapareciendo de las obras de arte, Forment también introduce en el sotabanco novedades pertenecientes a otra cultura estética distinta, procedente de Italia y relacionada con la recuperación de la antigüedad clásica.

El modelo se estaba introduciendo en ese momento en el arte español y lo llamaban «al romano», lo que nosotros conocemos como renacentista. Este nuevo léxico del sotabanco, tanto en ornamentación como en estructura, constituye una ruptura con el sistema tradicional de los retablos aragoneses.

En esta iconografía de recuperación clásica están, entre otros elementos, las guirnaldas y cabezas de carnero colgantes, situadas en la parte inferior de las dos grandes portadas laterales, donde están las imponentes estatuas de Santiago peregrino y de san Braulio.

A esos elementos paganos, presentes en las aras de altar romanas, en el ámbito cristiano se les otorgó un simbolismo de sacrificio relacionado con la muerte de Cristo.

Lo reseñado es sólo una pequeña muestra de las «sorpresas» que reserva el retablo del Pilar. En él hay una perfecta convivencia de motivos sagrados y motivos profanos, un lenguaje figurativo del Renacimiento en las composiciones y estatuas y una alta calidad en la ejecución de las piezas.

Todo esto justifica que la obra siempre se haya considerado como ‘una joya’ de la escultura aragonesa.

Artículo escrito por Carmen Morte García, catedrática de Historia del Arte de la Universidad de Zaragoza, para el libro “El Pilar desconocido” de HERALDO DE ARAGÓN